Lino Bielsa.- En mi recorrido por lo canales y vías verdes de la Bretaña realizado a principio de este mes tuve esta sensación.
El canal de Brest discurre en este momento a la derecha del camino de sirga por el que circulo con la bicicleta. La luz esta tamizada por la fronda de los árboles que forman un túnel cobijado al canal y al camino. Un rayo de luz penetra entre las copas de los árboles como por ventanal gótico provocando reflejos chispeantes en el agua del canal e iluminando uno de lo múltiples macizos de flores silvestres. Otras veces y como si se produjera una rotura de gloria con la fronda sustituyendo a las nubes, se ilumina el paisaje multiplicando tanto los reflejos en el canal como en las hojas húmedas.
El ruido que se percibe es el crepitar de las ruedas de la bicicleta al chocar con la gravilla del pavimento sobreponiéndose al gorjeo de los pájaros.
En este idílico paisaje, detengo la bicicleta saco la cámara fotográfica, encuadro, ¡ERROR y HORROR! ¡imbécil! Los sentimientos no se pueden fotografiar.
Lo que veo por el visor de la cámara queda empequeñecido y ensombrecido. La diferencia de luces y sombras es enorme, técnicamente imposible su ejecución.
Lo mejor es dejar dentro del almacén de nuestro subconsciente la imagen percibida; las fotografía no tiene olor ni ruido, y para decir que, yo estuve allí, no vale la pena estropear un sueño.
viernes, 14 de junio de 2013
sábado, 8 de junio de 2013
Houston, tenemos un poema
Antonio Lachós.- En una librería de Barbastro de cuyo nombre no quiero acordarme se celebró un no concurso inconcuso, algo que, en nuestros días, supone en sí mismo un acto de rebeldía. Se trataba de fotografiar los cuentos de los hermanos Grimm, como conmemoración del segundo centenario de la edición de sus primeras obras. Como agradecimiento a la participación, cada una de las imágenes participantes estará expuesta en la librería para, finalmente, ser recogidas por los autores.
Oímos la palabra cuento y pensamos instantáneamente en la democracia (sic) española. Pero oímos hermanos Grimm y subimos a la máquina del tiempo, volvemos a la infancia, recordamos al (niño) que fuimos, a esos pocos recuerdos que tienen olor. Adoctrinados en el dominio, o su intento, de la palabra, resulta complicado articular pensamientos. Suele ser la falta de práctica y la certeza absoluta de que solo somos capaces de recordar imágenes, fijas o en movimiento. Vayamos al diván: piense en su madre, en su padre o en su abuela contándole una historia. Al fondo, en la puerta, hay una luz color invierno, las mantas pesaban y usted miraba hacia el techo. Ni una sola palabra, ninguna letra que recordar. Es mucho mejor pensar sí ese mundo es en color o en blanco y negro, si está enfocado, si hacía calor, si el lobo de su cuento era negro o era pardo. Cosas, en el fondo, que pueden percibir los sentidos, que caben en una imagen. No hay más.
Pasar una historia a imágenes entraña la misma dificultad que describir un aroma. Por un lado están las convenciones culturales que son aprehendidas por el simple hecho de ser miradas, y eso, en el mundo apantallado en el que vivimos, es totalmente inevitable. Por otro, la dificultad de traducir lo imaginado, aquello que solo ha visto una persona y que debe ser regurgitado para ser compartido con los demás. No debe estar crudo, ni tampoco cocido, debe ser personal, pero acercarse a lo universal, debe decir la verdad desde una mentira y debe, sobre todo, hacer sentir al espectador que él también estuvo allí.
Hay imágenes que se acercan a lo anterior, que consiguen ser creíbles sin mostrar compasión, que creen en sí mismas. Construir mundos, hacer fotografías. Decía el maestro que las pesadillas de la infancia no se cumplen jamás, mucho menos los sueños, pero tal vez ésta ha sido la ocasión de rendir tributo a los lugares imaginados que, hasta hace muy poco, nadie había visto.
Oímos la palabra cuento y pensamos instantáneamente en la democracia (sic) española. Pero oímos hermanos Grimm y subimos a la máquina del tiempo, volvemos a la infancia, recordamos al (niño) que fuimos, a esos pocos recuerdos que tienen olor. Adoctrinados en el dominio, o su intento, de la palabra, resulta complicado articular pensamientos. Suele ser la falta de práctica y la certeza absoluta de que solo somos capaces de recordar imágenes, fijas o en movimiento. Vayamos al diván: piense en su madre, en su padre o en su abuela contándole una historia. Al fondo, en la puerta, hay una luz color invierno, las mantas pesaban y usted miraba hacia el techo. Ni una sola palabra, ninguna letra que recordar. Es mucho mejor pensar sí ese mundo es en color o en blanco y negro, si está enfocado, si hacía calor, si el lobo de su cuento era negro o era pardo. Cosas, en el fondo, que pueden percibir los sentidos, que caben en una imagen. No hay más.
Pasar una historia a imágenes entraña la misma dificultad que describir un aroma. Por un lado están las convenciones culturales que son aprehendidas por el simple hecho de ser miradas, y eso, en el mundo apantallado en el que vivimos, es totalmente inevitable. Por otro, la dificultad de traducir lo imaginado, aquello que solo ha visto una persona y que debe ser regurgitado para ser compartido con los demás. No debe estar crudo, ni tampoco cocido, debe ser personal, pero acercarse a lo universal, debe decir la verdad desde una mentira y debe, sobre todo, hacer sentir al espectador que él también estuvo allí.
Hay imágenes que se acercan a lo anterior, que consiguen ser creíbles sin mostrar compasión, que creen en sí mismas. Construir mundos, hacer fotografías. Decía el maestro que las pesadillas de la infancia no se cumplen jamás, mucho menos los sueños, pero tal vez ésta ha sido la ocasión de rendir tributo a los lugares imaginados que, hasta hace muy poco, nadie había visto.
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