Oímos la palabra cuento y pensamos instantáneamente en la democracia (sic) española. Pero oímos hermanos Grimm y subimos a la máquina del tiempo, volvemos a la infancia, recordamos al (niño) que fuimos, a esos pocos recuerdos que tienen olor. Adoctrinados en el dominio, o su intento, de la palabra, resulta complicado articular pensamientos. Suele ser la falta de práctica y la certeza absoluta de que solo somos capaces de recordar imágenes, fijas o en movimiento. Vayamos al diván: piense en su madre, en su padre o en su abuela contándole una historia. Al fondo, en la puerta, hay una luz color invierno, las mantas pesaban y usted miraba hacia el techo. Ni una sola palabra, ninguna letra que recordar. Es mucho mejor pensar sí ese mundo es en color o en blanco y negro, si está enfocado, si hacía calor, si el lobo de su cuento era negro o era pardo. Cosas, en el fondo, que pueden percibir los sentidos, que caben en una imagen. No hay más.
Pasar una historia a imágenes entraña la misma dificultad que describir un aroma. Por un lado están las convenciones culturales que son aprehendidas por el simple hecho de ser miradas, y eso, en el mundo apantallado en el que vivimos, es totalmente inevitable. Por otro, la dificultad de traducir lo imaginado, aquello que solo ha visto una persona y que debe ser regurgitado para ser compartido con los demás. No debe estar crudo, ni tampoco cocido, debe ser personal, pero acercarse a lo universal, debe decir la verdad desde una mentira y debe, sobre todo, hacer sentir al espectador que él también estuvo allí.
Hay imágenes que se acercan a lo anterior, que consiguen ser creíbles sin mostrar compasión, que creen en sí mismas. Construir mundos, hacer fotografías. Decía el maestro que las pesadillas de la infancia no se cumplen jamás, mucho menos los sueños, pero tal vez ésta ha sido la ocasión de rendir tributo a los lugares imaginados que, hasta hace muy poco, nadie había visto.
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